sábado, 3 de abril de 2010

Sepàración (relato)

Era algo más de la media noche y ella aún no había regresado. Hacía tiempo que la cena había quedado fría en los platos y a él se le habían quitado las ganas de probar nada. Un molesto nudo en el estómago le atenazaba provocándole una inquietante zozobra, como la humedad que se respira previa a la tormenta.
No era normal que se retrasara tanto en un día laborable aunque sabía que en ocasiones tenía la costumbre de quedarse a tomar alguna copa con los compañeros de trabajo. Y aunque la noche era calurosa, con ese clima agradable y frescor nocturno que en ocasiones ofrecen las noches de junio en Madrid, él tenía la intuición que el día que tanto había temido que llegara, al fin había hecho su aparición.
Fumaba, sentado en su balcón, atentos sus ojos a las sombras que iban y venían frente a su calle, aunque su mente estaba muy lejos de allí. Hacía tiempo que había notado que ella no era feliz. Y aunque ella hacía notables esfuerzos por disimularlo, eran tantos los momentos compartidos, las intimidades vividas, que un leve gesto, por imperceptible que pareciera, se convertía, a los ojos del otro en un signo delatador; así que él se había ido percatando perfectamente que el brillo de sus ojos se iba apagando día a día.
Es cierto que había intentado retenerla cómo sólo los hombres prueban a hacerlo cuando sienten que la soledad puede ser su próxima compañera: se había mostrado atento hasta el mínimo detalle, había tolerado lo que nunca pensó que toleraría, la había expresado su amor de mil formas distintas como nunca se atrevió a hacerlo; la había regalado momentos con detalles maravillosos, desempolvando de su viejo baúl del alma repertorios de poesía y magia ya olvidados y aunque intentaba engañarse a sí mismo pensando que ella seguiría a su lado, en el fondo de su corazón intuía que ella había tomado ya una decisión aunque se resistiera a reconocerlo.
Llevaba ya algunas semanas que pensaba que cada día sería el último. Lo que había sido en un tiempo una misma vida, un mismo camino labrado juntos, superando todas las dificultades que el destino se encaprichaba en entretejerles se había convertido ahora en dos vidas paralelas que seguían rumbos distintos; una al lado de la otra, pero ya sin cruzarse. Ya no había planes juntos; quizá, no tenía ya sentido.Y sabía que aunque le dolía en el alma, debía aceptarlo.
Sintió la llave abrir el portal y el corazón le dio un vuelco. Enfrentarse de nuevo a la soledad, no disfrutar de su presencia en la casa; desaprender olores, borrar huellas…aprender a convivir con las sombras una vez más. Abrir un nuevo periodo en su vida, el pensarlo le helaba con un latigazo de esacalorfrío en la espalda. Y rompió a llorar. Mientras ella subía las escaleras del portal tuvo aún un último impulso de intentar aferrarla cuando entrara, parar el tiempo, detener el reloj y convencerla que junto a él volvería a ser feliz. Pero ese impulso se desvaneció, como se desvanece el agua al aferrarla entre las manos, porque la vida, sabía, no la podemos aferrar a nuestro antojo; como dijo el sabio, la vida no nos pertenece sino nosotros le pertenecemos a ella.
Sabía que ella sería feliz, no le cabía la menor duda, era fuerte, lo había demostrado en mil ocasiones. Tendría caídas, momentos, sí, como todos, pero sería feliz y tenía que aceptar que lo fuese lejos de él aunque el precio que pagara por ello fuera su propia soledad.
La puerta de la casa se abrió, ella entró como siempre, verdaderamente hermosa y tras los comentarios y explicaciones de rigor y un beso cotidiano fue directamente clara:
- Llevo unas semanas pensando. He tomado una decisión. sabes que debo irme, que no puedo seguir viviendo más tiempo aquí, contigo. Me ahogo; necesito encontrar mi lugar. Sabes que tarde o temprano tendría que suceder.
- Lo sé- masculló él entre dientes- lo sé y puedes irte cuando quieras. Sabes cuánto te extrañaré, aquí, en entre estos rincones cada noche que no estés a la cena, cada mañana que no te levantes con el día. Pero sé que tiene que ser así.
Y la besó. Y así fue como él, con tantas experiencias vividas, con su intensa vida activa vio como ella, su tesoro, su princesa, su hija, su preciosa hija que tuvo que sacar sólo adelante, empezaba a volar. Y así fue como él, cuya vida sólo tuvo el sentido de cuidar y amar a esa niña nacida al tiempo que su madre moría y él quedaba sólo, con todos los planes truncados y al cuidado de aquella maravillosa criatura. Así fue como ahora, a sus casi sesenta años se aferraba quizá a la etapa más difícil de su vida: su propia vejez que sabía se iría acercando a pasos agigantados y cualquier mañana, sin que lo sospechara, ya se habría instalado definitivamente en su cama.

(Juan carlos 1999)

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