lunes, 19 de abril de 2010

"El que no muere (1ª parte) relato familiar de la Guerra

Recital en Bernuy (Toledo) en abril de 2009 con motivo del aniversario de la república.






Primera parte del relato "El que no muere" ; un relato sobre la historia de mi padre y su familia en la Guerra Civil. Historias que sin rencor, deben ser recordadas y rescatadas del olvido.

El que no muere.

No se si los nombres de las personas dicen algo de su alma como algunos sostienen. No se si las Teresas son unas santas, los Santiagos cortan cabezas allá por donde pasan o los Pedros son auténticas rocas.
Se que hay nombres clásicos, de toda la vida como Julián, Paula, María o Andrés. Nombres nuevos que intentan reflejar bellos anhelos como Libertad, Luna, Alba… o nombres que recuperan el espíritu de antiguas culturas como Yaiza, Azahara, Irune o Zoe (que por cierto significa vida)
También hay nombres que sentimos antiguos, casi en desuso, fruto de la historia de los diferentes pueblos que configuraron este país y que al oído pueden sonar al menos poco apropiados a los tiempos modernos actuales pero cuyos significados en ocasiones encierran un gran poder.

Este es el relato de alguien con uno de esos nombres, o al menos parte de su historia. El se llama “El que no muere, el inmortal” o en griego Atanasio, y es mi padre.

Las historias de nuestros mayores comprenden en sí mismas la historia de un país, no la que viene en los libros, sino la intrahistoria de la que habló Unamuno, la sentida, la de verdad, la real, la que va sembrando una huella por la que transitamos aunque no lo sepamos, incluso aunque en ocasiones nos neguemos a reconocerlo, las siguientes generaciones.

Este es el breve relato, sólo una parte pequeña de una historia más amplia que aún no ha concluido.

A sus poco más de ocho años, Atanasio, el que no muere no llegaba a comprender del todo por qué una noche de invierno tuvieron que abandonar su pueblo. Señalados, como apestados, huyeron hacía más de un año de las amenazas, los insultos, las burlas de los que hasta hacía poco eran sus vecinos y sus compañeros de juegos.

Sabía que había estallado una guerra hacía tres años y que el miedo y la inquietud se habían apoderado de sus padres. Francisco, su padre, afiliado a un sindicato, sentía, como tantos otros, que era objeto de las iras y amenazas de aquellos del pueblo a los que el golpe militar les había pillado de cara. Como siempre, las enviadas aprovechaban vientos favorables para subir como enredaderas por corazones mezquinos y amenazaban con destruir lazos de sangre y convivencia de años.

Desde aquella noche en que sin saber adonde se dirigían, habían salido apresuradamente los séis hermanos, cuatro chicas y dos chicos y sus padres en un todoterreno de algún familiar rumbo a Ocaña, no habían parado de huir. Siempre buscando terreno seguro, Atanasio, el que no muere, no sabía que se movían entre las escasas fronteras donde el gobierno legítimo del país aún estaba presente. No sabía que su huida era una carrera en el filo de la libertad mientras unas sombras, oscuras, fantasmales a las que esos niños de entre tres y trece años no podían poner nombre acechaban sus pasos como perros de presa.

Habían viajado en un camión del ejército hasta un pueblo manchego frontera ya con la región valenciana donde se habían mantenido como pudieron durante varios meses. Pero el rumor de la sombra se escuchaba cada vez más cerca y huyeron de nuevo hasta Orihuela, municipio situado a más de cincuenta kilómetros de Alicante.


Pero una mañana su madre les despierta temprano, casi al alba. Los séis hermanos y los dos adultos salen con lo puesto. Ropas viejas, zapatos gastados, alguno incluso camina descalzo. Se oye lejano el rumor de disparos y se siente cercano el sabor de la muerte.

Los niños oyen a sus padres algo de un barco, incluso Atanasio, el que no muere, le pregunta a su hermana mayor si sabe a donde se dirigen. Pero todos están demasiado asustados para hablar.

Caminan durante dos días, más de cincuenta quilómetros, sin llevarse a la boca más que algunos restos de pan y fruta que han podido recoger en las prisas y aquello que las huertas de las laderas les pueden ir ofreciendo.

Llegan a Alicante. La ciudad es un hervidero de sombras asustadas que como animales de un bosque en llamas se han precipitado huyendo del fuego a la rivera del río. Sólo queda saltar o morir quemados. Se dirigen al puerto. A los niños les sorprende el mar, jamás habían visto tanta agua junta. En el puerto familias famélicas, milicianos jóvenes avejentados por la guerra, hombres exhaustos se arremolinan para embarcar en el próximo barco rumbo a Rusia.

Rusia es un nombre lejano, casi abstracto. Pero en esos cruciales momentos representa la única esperanza a la que cientos de personas se agarran como a un salvavidas.

Tienen que esperar en la fila. Durante más de dos días, no se pueden mover; abandonar el sitio supone abandonar la última esperanza de escapar del infierno.

Los días ya son algo más largos, está acabando el invierno y pronto empezará la primavera. Al fin logran subir al barco, hombres y mujeres asustados que miran hacia el este, hacia donde sale el sol, con ojos perdidos, esperando poder escapar, pero con el alma rota de dejar atrás casas, familia, paisajes, su historia. Nadie sabe si regresarán algún día.

De pronto se escuchan sirenas y disparos por las calles que bajan al puerto y camiones de soldados con la bandera nacional del águila, las banderas fascistas italianas los himnos militares por las sirenas llegan tomando el control. No hay resistencia; los falangistas y los italianos toman posiciones y entre los borrosos recuerdos que a Atanasio le quedarán, siempre permanecerán nítidas y cristalinas las imágenes de decenas de milicianos jóvenes, apenas unos adolescentes, que ante la desesperación saltan del barco al agua intentando una suicida huida. Los gritos de pánico y los llantos inundan la cubierta. Los cinco hermanos lloran asustados; no logran comprender del todo qué está ocurriendo. Sus padres les abrazan en un gesto protector, atávico, de siglos de supervivencia humana y animal cuando los soldados suben al barco.

Más tarde se sabrá que las unidades navales del ejército sublevado apoyado por efectivos de Mussolini y Hitler habían cerrado la bahía de Alicante no permitiendo la salida ni entrada de ningún buque. El día 30 de marzo, los mercenarios italianos de la división Littorio, al mando del general Gambara ocuparon la ciudad y cercaron los accesos al puerto. Los últimos republicanos libres quedaron atrapados.

Hundidos, son conducidos al Campo de Concentración conocido como Los Almendros. Como escribió Max Aub “deshechos, maltrechos, furiosos, aplanados, sin afeitar, sin lavar, cochinos, sucios, cansados, mordiéndose, hechos un asco, destrozados, son sin embargo, no lo olvides hijo, no lo olvides nunca pase lo que pase, son lo mejor de España”.

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