martes, 15 de junio de 2010

LA PIEDRA (relato)




Ante sus ojos se presentaba la inmensidad del lago. Desde aquella altura, acomodado a la sombra de un frondoso árbol su mirada se perdía hacia las transparentes aguas varios kilómetros hacia el oeste, bajo la vigilancia de dos inmensos acantilados acompañando al sol en su fuga hacia nuevas tierras.
El cielo violáceo, bañado por los últimos rayos del sol servía de escenario a numerosas bandadas de aves siguiendo la luz. A ambos lados se elevaban, como emergiendo de las aguas del lago, dos gigantescas montañas, vigilantes, cubiertas de una espesa verde capa de bosque de donde provenían mil y un sonidos, de una diversidad de animales que refugiados entre la maleza ponían música a la escena más importante en la vida de Daniel.
Sólo había contemplado un espectáculo semejante en unas vacaciones en Brasil donde podo recorrer y contemplar la grandiosidad del Amazonas con su selva auténtico pulmón de su planeta. Y sólo había sentido aquella sensación de libertad indescriptible, aquella música en el estómago de quien sabe que es el primero en llegar, el día que puso sus pies en Marte hacía ya más de siete años.
Pero ahora las circunstancias habían cambiado: con esa piedra entre las manos y con la paz que le trasmitía la vista de aquel atardecer, Daniel comenzó a pensar todo lo sucedido en los últimos meses como quien recuerda una película de terror que aún produce escalofríos.
Por su mente desfilaban agolpados, como guerreros en una batalla, infinitud de recuerdos, de imágenes, de emociones intensas que pugnaban por luchar y tuvo que hacer un gran esfuerzo por ordenar sus pensamientos.
Miró y acarició con ternura la grisácea piedra de nuevo y recordó como él, el más distinguido piloto de la Agencia había sido elegido para probar junto a otros cinco compañeros el último milagro de la técnica: una nave capaz de viajar trascendiendo la velocidad de la luz a partir de los últimos descubrimientos científicos en partículas subatómicas. Cuando se la mostraron por vez primera la contempló como quien contempla a un ser especial de la naturaleza, como quien contempla la mutación positiva de un animal.
Mientras pensaba, Daniel no podía evitar dejar de acariciar la piedra que cuidaba con mimo entre sus manos como quien acaricia a un hijo, como quien acaricia a su propia esperanza.

Volvió a recordar aquellos días y sintió de nuevo ese frío mortal en la sangre, ese vértigo que se adueña de las entrañas como cuando soñaba que caía en el vacío y despertaba sobresaltado. Por unos instantes volvieron a resonar en su cerebro las sirenas, los ruidos de las bombas, los gritos de los niños en las calles, el pánico que se adueñó en pocos días del mundo entero. Una pesadilla de la que pudo ser afortunado en despertar.
Recordó la reunión clandestina con sus compañeros de trabajo en aquellos momentos de locura mundial. En pocas semanas la tensión internacional había crecido hasta tal punto que una inminente guerra sería una noria en espiral de la que ya no se podría parar. Daniel no recordaba como empezó todo, tan sólo que un terrible monstruo se había escapado al control. Recordó como en aquella reunión tomaron la decisión de apoderarse de la nave recién terminada y a punto para su primera prueba.
La vigilancia era mínima y ellos conocían las claves. Entre resplandores que rasgaban el aire como cuchilladas mortales de asesino, entre ruidos infernales y lamentos de desesperación en las calles, Daniel y sus compañeros junto con algunos familiares, amigos y algunos vigilantes que en el último momento se les unieron, lograron apoderarse de la nave un grupo total de veinticinco personas para un prodigio de la técnica con capacidad incluso mayor.
Fuera de la atmósfera terrestre, Daniel pudo contemplar la destrucción de su Planeta Azul, y al recordarlo, con la piedra entre las manos y los ojos fijos en el lago, no pudo evitar que dos atrevidas lágrimas emprendieran una carrera como queriendo ser las primeras en pisar ese desconocido suelo.

La piedra le quemaba con su fuego de incógnitas, miedos y esperanzas entre los desos y por su mente pasaron días y días de penoso deambular en lo desconocido, rumbo a destinos sólo conocidos en las frías ecuaciones de un papel, a la deriva en el espacio, supervivientes de una muerte, pero tal vez, inaguradores de otra. Revivió las tensiones, las desesperanzas, los buenos y malos momentos y el suspiro de júbilo al encontrar aquel planeta, apto para vivir, tan similar a su desaparecido hogar.
Y ahora, en ese preciso momento, acompañado sólo por su soledad, con la piedra que acababa de encontrar entre las manos; una piedra inteligentemente tallada y afilada, con manchas aún húmedas de sangre de algún animal que sirvió posiblemente de alimento a algún ser racional Daniel comprendió todo. Se sintió como si hubiese vuelto a nacer, a otra vida, a otro mundo. Pero mirando detenidamente la piedra comprendió que tenía dos caras: la cara del carrusel que siempre se repite, monótono de volver al mismo principio, al mismo final del círculo vicioso pero también tenía la cara de la esperanza, de la segunda oportunidad, y en sus manos tenía esa importante labor para intentarlo de nuevo.
Depositario de una gran responsabilidad, de un maravilloso destino, quizá inteligentemente previsto, en lo más hondo de su corazón, de su orgullo quizá, Daniel no pudo evitar sentirse un dios.

(Juan Carlos 1990)

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